Mediada la primera de las dos botellas de Barolo Riserva 1982 que bebimos aquel jueves, olvidamos nuestras negras lucubraciones y, trago va, trago viene, se nos levantó el ánimo. No sin algunas risas convinimos en que consagrarse a la creación de una obra, de la naturaleza que sea, con el fin de obtener recompensas en ultratumba o de perdurar en la defectuosa memoria de las generaciones venideras era una solemne majadería.
Así y todo, estábamos dispuestos a dar por bien empleadas las ilusiones de los hombres de talento siempre y cuando estos llegasen, inducidos por ellas, a resultados valiosos. Me da igual por qué un vinicultor italiano decidió elaborar en 1982 este vino; pero es justo reconocer que ha contribuido de forma óptima a mejorar nuestra vida durante un par de horas y le debemos por ello gratitud, si bien dista de haber sido gratuito el servicio que, sin conocernos personalmente, nos ha hecho.
Quien enriquece la realidad colectiva con obras bellas, divertidas, beneficiosas no ha vivido en vano. Quizá en esto consista la sabiduría, en tener la generosidad y la elegancia de dejar el mundo, dentro de la pequeña área vital que a cada cual le corresponde, un poco mejor de lo que era antes de su llegada.