Por razones misteriosas que tal vez si se revelaran parecerían banales, en el año 8 de nuestra era el emperador Augusto desterró de Roma al poeta Publio Ovidio Nasón. Ovidio terminó sus días en una aldea apartada en la costa occidental del mar Negro, añorando Roma. Había vivido en el centro del centro del imperio, que, en aquellos tiempos, era equivalente al mundo; para él el destierro era como una sentencia de muerte; porque no podía concebir la vida fuera de su amada ciudad. Según el propio Ovidio, la causa de aquel castigo imperial había sido un poema. No sabemos qué palabras contenía ese poema, pero eran lo bastante poderosas como para aterrorizar a un emperador.
Al menos en un sentido, toda literatura es acción cívica; porque es memoria. Toda literatura preserva algo que de otra manera desaparecería con el cuerpo del escritor. Leer es reclamar el derecho a esta inmortalidad humana, porque la memoria de la escritura es totalizadora e ilimitada. Como individuos, los humanos recuerdan poco. Nuestro libros son relatos de nuestras historias; de nuestras epifanías y de nuestras atrocidades. En este sentido, toda literatura es testimonial. Pero entre estos testimonios hay reflexiones sobre esas epifanías y atrocidades, palabras que ofrecen esas epifanías para que otros las compartan, y palabras que rodean y denuncian las atrocidades de modo que no se permita que ocurran en silencio. Son recordatorios de cosas mejores, de esperanza, de consuelo, de compasión, y dan a entender que también somos capaces de esas cosas. No logramos todas esas cosas, y no logramos ninguna de ella todo el tiempo. Pero la literatura nos recuerda que esas cualidades humanas están allí, siguiendo nuestros horrores con la misma certeza con que el nacimiento sucede a la muerte. Estas cosas también nos definen.
Por supuesto, es posible que la literatura no consiga salvar a nadie de la injusticia, o de las tentaciones de la codicia o de las miserias del poder. Pero debe de haber algo en ella que la hace peligrosamente eficaz si cada dictador, cada gobierno totalitario, cada funcionario amenazado intenta eliminarla, quemando libros, prohibiéndolos, censurándolos, aplicándoles impuestos, defendiendo solo de la boca para afuera la causa de la alfabetización, insinuando que leer es una actividad elitista. William Blake, refiriéndose a Napoleón, en un discurso público dijo lo siguiente: “Enseñémosle a Bonaparte, y a cualquier otro que corresponda, que no son las Artes las que siguen y asisten al Imperio, sino el Imperio el que asiste y sigue a las Artes”. En ese momento Napoleón no le prestó atención y los napoleones de menor importancia tampoco prestan atención en la actualidad. A pesar de miles de años de experiencia, los napoleones de este mundo no han aprendido que sus métodos terminan siendo ineficaces que la imaginación literaria no puede aniquilarse, porque es esa imaginación, y no la imaginación de la codicia, la que sobrevive a la realidad.
Tal vez Augusto desterró a Ovidio porque sabía (y probablemente no estaba equivocado) que había algo en la obra del poeta que lo acusaba. Cada día, en algún lugar del mundo, alguien intenta (a veces con éxito) reprimir un libro que, de manera clara u oscura, hace sonar una advertencia. Y, una y otra vez, los imperios caen y la literatura sigue. En definitiva, los lugares imaginarios que los escritores y sus lectores inventan -en el sentido etimológico de “encontrarse con” o “descubrir”- persisten sencillamente porque son aquello que deberíamos llamar realidad, porque son el mundo real revelado con su verdadero nombre. El resto, como a esta altura deberíamos haber advertido, no es más que una sombra sin sustancia, el material con el que están hechas las pesadillas, y que desaparecerá sin dejar rastro a la mañana.
FRAGMENTO DEL LIBRO …