Hablar hoy, en el siglo XXI, del vino, es entrar en el universo de uno de los principales placeres que el ser humano moderno puede alcanzar. El vino, como parte de nuestro mundo gastronómico marcado por excelentes caldos, la proliferación de bodegas que ofrecen todo tipo de propuestas diferentes y el resultado de las las grandes campañas de marketing que han elevado el arte de beber al Olimpo de nuestra cultura, se ha hecho un hueco destcado en nuestros paladares, después de años de ser considerado una bebida vulgar, en muchos casos asociada a borrachines, y hoy no son pocos los que presumen de tener una buena nariz y los conocimientos suficientes para poder hablar con soltura de este o aquel caldo.
El vino ha estado siempre presente en la cultura como un elemento integrador de la sociedad, públicamente ligado a nuestra manera de entender la vida. Se podría decir que no seríamos los mismo sin ese líquido divino, sagrado para algunas religiones, que desde hace varios milenos nos ha acompañado. No en vano, la invención del vino, durante siglos, fue motivo de disputa entre que reivindicaban la figura de Noé como viticultor que plantó la primera vid por concesión divina del Dios monoteísta, y la tradición grecolatina, que atribuye su invención al dios Baco (Dionisio para los griego) hijo de Júpiter (o Zeus), que regaló a los mortales la vid y su afición al vino.
Así, el mundo del vino tampoco ha sido ajeno a las obras literarias, ya sea abordado como tema o motivación, o simplemente como referencia ocasional, siendo varios los escritores que, a menudo, han mantenido una “estrecha relación con la bebida”, ayudándoles (o no) a componer algunas de las mejores páginas de nuestra literatura.
Ahora queremos centrarnos en algunos de los registros que encontramos sobre el vino en la literatura. El sabor del vino, los placenteros efectos que provoca en el estado de ánimo y los estímulos intelectuales que produce, han hecho que sea también una de las bebidas más mencionadas en algunas de las páginas de los mejores exponentes de la literatura.
Cervantes
Cervantes en “El Quijote” nos presenta en varias ocasiones la imagen de los felices bebedores. Don Quijote de La Mancha le daba a su fiel escudero Sancho Panza una serie de consejos de vida entre los que le aconsejaba que fuera moderado con el vino ya que no sería la primera persona que se mete en problemas al excederse en la dosis adecuada.
Sancho: fiambreras traigo y esta bota, que es tan devota mía y quiérola tanto que pocos ratos se pasan sin que le di mil besos y mil abrazos. Don Quijote: sé templado en el beber Sancho, que el vino demasiado ni guarda secreto ni cumple palabra.
Shakespeare
En su obra “Enrique IV”, publicada en el año 1600, William Shakespeare dio vida a su personaje Falstaff, un personaje que representaba una figura cómica y era un alegre y divertido bebedor. En un pasaje de la obra, Falstaff realiza una acalorada defensa del “sack”, un vino blanco fortificado importado de España, predecesor del jerez.
Un buen sack contiene en sí un doble efecto. Primero sube al cerebro; allí se encarga de secar todo lo estúpido, aburrido y grumoso que hay en el entorno. Lo vuelve aprehensivo, ágil, sagaz, lleno de exaltada astucia y exquisitas formas. Luego, esto, trasladado a la voz, a la lengua, que es el nacimiento, se convierte en un excelente humor.
Tolstoi
La novela de León Tolstoi “Anna Karenina” ha sido considerada por autores contemporáneos como la mejor novela de todos los tiempos. En un fragmento de la misma, uno de los personajes, Kitty, observa el primer encuentro de Anna Karenina con el que luego sería su amante. Tolstoi relata lo que vio la princesa rusa Kitty en ese encuentro:
Podía ver que Anna estaba embriagada con el vino del éxtasis que inspiraba. Ella conocía esa sensación, conocía sus signos, y los vio todos en Anna -vio la temblorosa y brillante luz en sus ojos, la sonrisa de felicidad y emoción que involuntariamente forman sus labios, y la inconfundible elegancia, seguridad y suavidad de sus movimientos-. “¿Quién es?” se preguntó, “¿Todos o ninguno?”… Miró y sintió que su corazón se estrujaba cada vez más. “No, no es la admiración de la multitud lo que la embriaga, es el éxtasis de un solo hombre”.
Hemingway
“París era una Fiesta” es una novela póstuma de Ernest Hemingway, uno de los escritores más importantes del siglo XX y cuya relación con el alcohol es muy conocida. En la novela se incluyen varias memorias del autor del tiempo en que pasó en París junto a otros conocidos escritores americanos que allí vivían, donde se juntaban en cafés y bares para charlar.
En ese entonces en Europa considerábamos al vino algo tan normal y saludable como la comida, además de una bebida capaz de brindarte felicidad, bienestar y placer. Beber vino no era un esnobismo ni un signo de sofisticación ni de cultura; era algo tan natural como alimentarse y, para mi, tan necesario como eso. No se me hubiera ocurrido sentarme a comer algo sin beber, ya sea vino, sidra o cerveza. Me encantaban todos los vinos, excepto los vinos dulces o los que eran muy pesados.
Roald Dahl
Conocido por los libros para niños como “Charlie y la Fábrica de Chocolate”, Dahl también escribió historias perversas e ingeniosas para adultos. “El gusto” gira en torno a una apuesta entre dos conocedores del vino sobre la identificación de una botella «misteriosa» y el esnobismo del vino.
Richard Pratt era un famoso gourmet, presidente de una pequeña sociedad gastronómica conocida por «Los epicúreos», que mandaba cada mes a todos sus miembros un folleto sobre comida y vinos. Organizaba comidas en las cuales eran servidos platos opíparos y vinos raros. No fumaba por terror a dañar su paladar, y cuando discutía sobre un vino tenía la costumbre, curiosa y un tanto rara, de referirse a éste como si se tratara de un ser viviente. «Un vino prudente —decía—, un poco tímido y evasivo, pero prudente al fin.» O bien, «un vino alegre, generoso y chispeante. Ligeramente obsceno, quizá, pero, en cualquier caso, alegre».
Naturalmente, la cantidad de autores que podrían integrar esta lista es muy numerosa. Quedaron fuera otros como James Joyce, Charles Bukowski, Baudelaire y Jane Austen. Esta última, en su novela Emma, dice que uno de sus personajes «había bebido el vino suficiente como para elevar su espíritu, pero en absoluto como para confundir su inteligencia«.